john-the-baptist-3612145_640

HOMILÍA. VIERNES DE LA IV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO – Pbro. Joaquín Eduardo Cortés Tabares PSS.

Después de que los Doce hubieran partido para la misión, el evangelista –abandonando casi su estilo habitual, colorido pero esencial-, propone una pausa de reflexión. Se detiene en el trágico final del Bautista y sugiere que anunciar la Buena Noticia es algo exaltante, pero también comprometedor y, sobre todo, que puede ser arriesgado. En la misión hay que poner en juego toda la persona, como hizo Juan el Bautista.

El fragmento empieza con la opinión que tiene la gente sobre Jesús. Se le valora de una manera positiva. Hay quien dice incluso que es Juan el Bautista, que ha resucitado. El precursor sella con la fidelidad suprema –el martirio-, una vida dispensada completamente por Jesús. La muerte del Bautista tiene un valor paradigmático para todos los que a lo largo de los siglos necesitan un punto de referencia para encontrar fuerza y coraje a la hora de arriesgarlo todo, incluso la vida, para ser fieles a sus ideales y a la Persona a la que ha dedicado su vida. La persona de Juan fascina porque está fuera de lo común. El suyo fue un papel difícil, sin modelos precedentes y sin modelos posteriores. Nos sorprende favorablemente su capacidad para estar siempre del lado de Jesús, cueste lo que cueste. Sí, necesitamos “hombres verdaderos” que nos atraigan con la fascinación de su persona, dejando una enseñanza que supere el paso de los siglos para llegar a nosotros con su fuerza y su belleza.

Figuras como la de Juan nos sirven para desintoxicarnos del veneno cotidiano que nos inyectan los medios de comunicación al proponernos héroes para un día o incluso sólo para una hora. Son como tantas Salomés para las que casi al mismo tiempo se encienden y se apagan las luces de las candilejas. Los cristianos tenemos la tarea de conocer y vivir los valores perennes del Evangelio, de mirar a Cristo y a las personas que, como Juan el Bautista, fueron capaces de imitarle hasta la entrega de su vida. No buscaron la fama. La verdadera fama les llegó por una fidelidad genuina e imperecedera, que les convirtió en modelos perennes. Desbordan de admiración y su autoridad ha alcanzado un precio muy alto. Son los santos de ayer y de hoy. Son eso que también nosotros podemos y debemos llegar a ser, por la santidad, que es la vocación común de todo cristiano.

Hemos escuchado tres perversidades igualmente impías: la impía celebración del cumpleaños, el lascivo baile de la muchacha, el temerario juramento del rey, y de cada una de las tres debemos aprender a no comportarnos de ese modo. Bajo esa condena cae Herodes, porque o debía perjurar o bien, para evitar el perjurio, debía cometer otro delito. Ahora bien, también nosotros juramos en alguna ocasión de una manera demasiado incauta, de suerte que la observancia del juramento nos lleva a un resultado peor: Cambiemos libremente el juramento con una decisión más sensata y, si es necesario, perjuremos antes que caer en un delito más grave para evitar el perjurio.

No dejemos que el temor llegue a opacar nuestras convicciones; defendamos a toda costa nuestras condiciones de bautizados, para que a una sola voz proclamemos que Jesús está vivo y nos sigue animando para tomar nuestra propia cruz y seguirlo sin ningún tipo de restricciones, en el hecho de darse, de gastarse día a día por el otro, porque “la vida, afirma el Papa Francisco, tiene valor sólo al darla, al darla en el amor, en la verdad, al donarla a otros, en la vida diaria, en la familia. Si alguno toma su vida para sí mismo, para cuidarla, como el rey en su corrupción o la señora con el odio o la chica con su vanidad, la vida muere, la vida termina marchita, no sirve”, concluye el Papa.

Pidámosle al Señor qué a ejemplo de san Juan Bautista, amemos siempre la verdad y la justicia, y con la confianza puesta en Él, seamos capaces de enfrentar las dificultades de la vida, pues su amor ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Pbro. Joaquín Eduardo Cortés Tabares PSS.