ECCLESSIA SEMPER REFORMANDA. La Iglesia siempre en reforma. Podemos traducir con facilidad esta expresión, pero descubrir su significado es una tarea de mayor envergadura. ¿La reforma, es un deber por cumplir o la exigencia impostergable de un mundo cambiante, un riesgo de desviarse y perder la fidelidad a la tradición, o un llamado del mismísimo Señor a su iglesia? Más complejo aún ¿En que sentido la Iglesia debe reformarse?
Para comenzar, debemos afirmar que el término reforma fue acaparado por el protestantismo, o por lo menos la historia lo consignó con esta palabra en mayúscula. Esta apropiación que se dio posteriormente, porque el mismo Lutero, empleó pocas veces este concepto (Cfr. 2013, n. 38), hizo que la palabra reforma fuese muy polémica en el lenguaje de la Iglesia católica romana, y que incluso hoy, algunos prefieran sustituirla por el término renovación. Ante esta situación tenemos dos consideraciones:
- La reforma ha acompañado a la Iglesia desde sus orígenes, unas con un marcado carácter místico como la de San Francisco de Asís o Santa Teresa de Ávila, y otras más de carácter institucional como la reforma gregoriana o el Concilio de Trento.
- Cómo plantea la Comisión Luterano-Católica (1983, n. 6) “El llamamiento de Lutero a la reforma de la Iglesia, que era un llamamiento a la penitencia, es válido todavía. Continúa invitándonos a renovar nuestra escucha del Evangelio, a reconocer nuestras propias infidelidades a él y a prestarle un testimonio digno de fe.”
La reforma, no es posesión exclusiva de las Iglesias reformadas, pero tampoco podemos decir que la Iglesia católica no tiene nada que aprender de la reforma iniciada por Lutero. Su pensamiento, constituye un gran aporte a la cuestión, pues para este monje agustino, el verdadero agente de la reforma es Dios:
La Iglesia necesita una reforma que no sea obra de un hombre, a saber el Papa, o de muchos hombres, concretamente los cardenales, sino que es la obra de todo el mundo y, ciertamente, es la obra sólo de Dios. No obstante, solamente Dios, que ha creado el tiempo, conoce el tiempo de esta reforma. (Lutero en 2013, n.38)
El Concilio Vaticano II, no sólo se pronunció acerca de la reforma de la Iglesia, sino que realmente lo fue. De hecho en “la afirmación de una necesidad de reforma permanente de la Iglesia en su existencia histórica” (cfr. Ibíd, n. 24) por parte de los padres conciliares, se descubre una aceptación de la Iglesia Católica a las exigencias de Lutero. En este sentido, el Vaticano II hace dos precisiones importantes acerca de la reforma de la Iglesia, aunque en la traducción presentada se use el término renovación. La primera, es sobre la reforma como necesidad y como fin: “La Iglesia, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). La segunda precisión, muestra profundamente en que consiste la reforma de la Iglesia y cómo ésta constituye un mandato del Señor: “Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación. […] Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne renovación, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad.” (UR 6)
Hasta aquí, hemos llegado a la conclusión de que la reforma no es ni un riesgo a evitar ni una opción a discutir, sino que es el camino que el Señor ha trazado para que su Iglesia, día a día, pueda ser fiel a su misión. Pero no podemos ignorar que a lo largo de la historia, muchos esfuerzos reformistas han desembocado en divisiones lamentables para la Iglesia, que afectan su testimonio de unidad ante el mundo. ¿Cual es la esencia de la verdadera reforma? ¿Cómo debe ser la reforma que Dios quiere para su Iglesia?
Para abordar esta cuestión nos remitiremos a algunos teólogos de la actualidad. El primero es Hans Küng (1968, p.405), para él, la reforma es el deber y la posibilidad que el Señor impone y concede a la Iglesia, para el cumplimiento de la voluntad divina en el seguimiento de Cristo, y con miras al advenimiento del Reino de Dios. Este mandato-posibilidad, sumado al planteamiento de que en la Iglesia no sólo debe haber penitencia, sino que ella misma debe ser capaz de penitencia, constituye un camino en el que el primer paso es la renovación personal: “Con razón se pide que en cuestión de metanoia y, por ende en cuestión de reforma y renovación de la Iglesia, cada cristiano empiece por sí mismo.” (Ibíd, p.401) .No obstante, para este teólogo “la buena intención y los mejores deseos del corazón no bastan en todos los casos para cambiar la realidad […] porque condiciones externas, formas y estructuras de la Iglesia dificultan y a veces hacen incluso imposible, la realización de las buenas intenciones” . (Ibíd, p. 402)
En este sentido, Küng (Cfr. Ibíd pp. 406-407) describe cómo debe ser esa reforma integral. No es revolución, cambio violento, abalanzarse doctrinariamente hacia lo nuevo con despiadado fanatismo. Tampoco es innovación, sino una renovación que tenga en cuenta la continuidad histórica y el sentido de lo nuevo. No es restauración o mantenimiento de antiguos sistemas, sino una marcha animosa que conservando su respeto de la tradición antigua, atiende a la nueva configuración creadora necesaria para la actualidad. Partiendo del perdón que a ella le ha sido concedido, la iglesia tiene el deber de demostrar una y otra vez, en la renovación de los individuos y de la comunidad entera, que es Iglesia Santa, porque “una iglesia irreformada no puede convencer”.
Desde otra perspectiva, Ives Congar, en su obra Verdadera y falsa reforma de la Iglesia (cfr. 2014) nos ofrece cuatro criterios para la realización de una reforma sin cisma: 1) La primacía de la caridad y del sentido pastoral; 2) permanecer en la comunión con el todo; 3) la paciencia, el respeto a las dilaciones; 4) renovar mediante el retorno al principio de la tradición.
Ratzinger (2005, p. 123) ofrece sus reflexiones sobre la reforma, frente al descontento generalizado en la sociedad actual respecto de la Iglesia: “La ira contra la Iglesia o la desilusión respecto a ella revisten un carácter particular, ya que silenciosamente se espera de ella más que otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor.” Para el Papa Benedicto XVI la respuesta que busca calmar este descontento partiendo de una “democratización” de la Iglesia es una reforma inútil. Pues la democracia no incluye a la minoría, tampoco garantiza una representación efectiva de la mayoría y lo que es peor aún siempre genera oposición: “Todo lo que proviene de un gesto humano puede ser anulado por otro […] Una Iglesia que descanse en las decisiones de una mayoría se convierte en una Iglesia puramente humana […] la opinión sustituye la fe”. (Ibíd, p. 127)
En este sentido, Ratzinger (Ibíd, 128) nos muestra el rostro de la verdadera reforma:
La reformatio no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo “nuestra” Iglesia como nos plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos continuamente de nuestras propias construcciones de apoyo, en favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción pura de la libertad.
La verdadera reforma no es un reparto de poderes, o un buscar acuerdos comunes, es una expropiación de sí. De esta manera la Iglesia comprenderá que no deberá ser más “humana” sino más divina, pues sólo entonces será también verdaderamente humana.
Walter Julián Santana Sanabria. Seminarista
Bibliografía
Comisión Luterano-Católico Romana sobre la Unidad (2013) Del Conflicto a la Comunión. Sal Terrae: España.
Comisión Luterano-Católico Romana sobre la Unidad (1983) Martín Lutero, testigo de Jesucristo. Universidad Pontificia de Salamanca
Concilio Vaticano II (1965) Ed. San Pablo: Bogotá.
Congar, I. (2014) Verdadera y falsa reforma de la Iglesia. Sígueme: Salamanca.
Küng, H. (1968) La Iglesia. Editorial Herder: Barcelona.
Ratzinger (2005) La Iglesia, una comunidad siempre en camino. San Pablo: Madrid.