DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
Por el P. Behitman A. Céspedes De los Ríos (Diócesis de Pereira), con el apoyo del P. Emilio Betancur M. (Arquidiócesis de Medellín).Cf. También Servicio Bíblico Latinoamericano.
La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, expresa la preferencia de la Sabiduría frente a todos los bienes de la tierra. El sabio pone en la plegaria de Salomón la superioridad de los valores espirituales sobre los materiales, supeditándolos todos al don de la sabiduría y la prudencia para el gobierno de su pueblo.
En el texto de la carta a los hebreos, el autor, al describir la fuerza transformadora de la Palabra de Dios, se hace eco de hondas raíces veterotestamentarias. En efecto, ya Isaías 42,9 había comparado la Palabra de Dios con la espada, y Jeremías la había presentado como una realidad operante por sí misma (Jer 23,29).
La íntima acción salvadora de la Palabra en la persona oyente es descrita en el texto diciendo que es “penetrante… hasta el punto donde se dividen alma y espíritu”. Allí, en el santuario de la intimidad del corazón de la persona, de la comunidad oyente activa de esa voz salvadora que le muestra caminos de liberación, allí, donde reside la voluntad y la decisión de aceptarla o de rechazarla, donde anida lo más denso del ser humano: sus intereses, sus afectos, su libertad, es hasta donde la Palabra llega cuestionante, incisiva, liberadora, transformante. Por eso, el autor de la carta coloca intencionadamente las palabras “corazón, deseos, intenciones”, como abarcando en estas categorías la integralidad humana. Dios y su Palabra, “más íntimo que yo mismo” en expresión de San Agustín, conoce hasta los secretos más recónditos del corazón. El más absoluto misterio humano está patente ante sus ojos. Por eso, la Palabra es juez densamente imparcial, que conoce amando lo que ocurre en la conducta humana y en el corazón de hombres y mujeres.
La imagen del camino es central en el evangelio de Marcos (cf Mc 10,17). Estamos ante el tema del seguimiento de Jesús. En ese sentido va la pregunta de aquel que únicamente Mateo llama “el joven rico” (19, 22); para Marcos (y Lucas) parece tratarse más bien de una persona mayor que pregunta: ¿cómo heredar la vida? (cf Mc 10,17). Jesús comienza por remitir a Dios; su bondad está al inicio de todo. Esto equivale a resumir la primera tabla de los mandamientos. En seguida enuncia explícitamente los correspondientes a la segunda tabla, con un añadido importante (que solo se encuentra en Marcos): “no seas injusto” (v. 19). La frase es algo así como un sumario del listado que se recuerda. Se trata de la condición mínima que se plantea al creyente. Con sencillez el rico dice que todo eso lo ha observado (cf v. 20), no hay nada de arrogante en esta afirmación. Ésa era la convicción de los sabios de la época: la ley puede ser cumplida plenamente.
Pero seguir a Jesús es algo más exigente. Con afecto lo invita Jesús a ser uno de los suyos. No solo debe abandonar la riqueza, hay que entregarla a los pobres, a los necesitados. Esto lo pondrá en condiciones de seguirlo (cf v. 21). No basta respetar la justicia en nuestras actitudes personales, hay que ir a la raíz del mal, al fundamento de la injusticia: el ansia de acumular riqueza. Pero, dejar sus posesiones le resultó una exigencia muy dura al preguntante; como muchos de nosotros prefirió una vida creyente resignada a una cómoda mediocridad (cf v. 22). «Creer sí, pero no tanto». Profesar la fe en Dios, aunque negándonos a poner en práctica su voluntad. Jesús aprovecha la ocasión para poner las cosas en claro con sus discípulos: el apego al dinero y al poder que él otorga es una dificultad mayor para entrar en el Reino (cf v. 23). La comparación que sigue es severa; algunos han querido suavizarla, pretendiendo -por ejemplo- que había en la ciudad unas puertas pequeñas llamadas “agujas”… y que bastaba entonces al camello agacharse para poder entrar por ese ojo de aguja.
Los discípulos, en cambio, entendieron bien el mensaje. El asunto se les presenta poco menos que imposible. Pasar por el ojo de una aguja significa poner su confianza en Dios y no en las riquezas. No es fácil, ni personalmente ni como Iglesia, aceptar este planteamiento; siguiendo a los discípulos nos preguntamos -con pretendido realismo-: “entonces, ¿quién se podrá salvar?” (cf v. 26). El dinero da seguridad, nos permite ser eficaces, decimos. El Señor recuerda que nuestra capacidad de creer solamente en Dios es una gracia (cf v. 27).
Como comunidad de discípulos, como Iglesia, debemos renunciar a la seguridad que da el dinero y el poder. Eso es tener el “espíritu de sabiduría” (Sab 7,7), aceptar que ella sea nuestra luz (cf v. 10). A la sabiduría nos lleva la palabra de Dios, cuyo filo corta nuestras ataduras a todo prestigio mundano. Ante ella nada queda oculto, todas nuestras complicidades aparecen con claridad (cf Hb 4,12-13). Como creyentes, como Iglesia, ¿seremos capaces de pasar por el ojo de una aguja?
Una lectura ecológica del evangelio de hoy
El mundo, la humanidad, se encuentra hoy, también, ante el desafío de tener que pasar «por el ojo de una aguja» si quiere conseguir… ya no la vida eterna celestial, sino simplemente la supervivencia terrestre.
Es un «ojo de aguja» nuevo. Nunca nos habíamos visto en esta situación. Siempre, desde siempre –es decir, desde que el homo et mulier sapientes aparecimos sobre esta tierra–, el ser humano percibió la tierra como ilimitada, inagotable, cuasi infinita, capaz de absorber impasible nuestro proyecto de desarrollo continuo, infinito.
Pero hace solo cinco siglos (Magallanes, 1522) se dio cuenta de que la tierra no era una superficie plana infinita, sino una superficie esférica, cerrada sobre sí misma, y por tanto, limitada. Y ha sido solo al final del pasado siglo XX cuando ha descubierto que su proyecto humano de desarrollo podría topar con los límites de la Tierra. Así lo proclamó proféticamente, en solitario, el famoso libro del Club de Roma «Los límites del crecimiento», de 1972, que no fue escuchado. Pero su profecía fue confirmada y ratificada al filo del cambio del siglo (1992, «Más allá de los límites del crecimiento»), al denunciar que estábamos en peligro de sobrepasarnos («overshot») más allá de la capacidad del planeta para absorber y regenerar los recursos que consumimos. Ese peligro ya se hizo realidad oficialmente el 23 de septiembre de 2008: los científicos que siguen el estado del Planeta, especialmente la Global Foot Print Network han hablado del «Día del sobrepasamiento», el «Earth Overshoot Day», día en el que calculan que hemos sobrepasado en un 30% su capacidad de reposición de los recursos necesarios para las demandas humanas. En este momento estamos necesitando más de una Tierra para atender a nuestra subsistencia…
El Informe de Desarrollo Humano del PNUD 2007-2008 confirmó la denuncia, y, de otra manera y con otros datos, confirmó que si toda la humanidad adoptara un nivel de vida como el de EEUU o Europa, necesitaríamos 9 planetas (pág. 48 de la edición en español).
Despidámonos pues de la «vida eterna» para la Humanidad. El planeta seguirá, sí, pues ha pasado crisis semejantes, y aunque la vida terrestre sea diezmada, el planeta seguirá, pero seguirá… sin nosotros. Ésta en la que estamos ya hace tiempo es la «sexta extinción». La anterior, la quinta, hace 65 millones de años, por efecto de un meteorito según las actuales hipótesis, causó la desaparición de los dinosaurios. La sexta, la presente, actualmente en curso acelerado, está causada concretamente por una especie biológica que ha llegado a convertirse en fuerza geológica. Parece que va a ser una crisis profunda, que se llevará consigo a dos tercios de las especies actuales (entre ellas la causante). Nada de «vida eterna», pues, sino la condena a «una muerte anunciada», y con carácter de inminencia.
Pero… «sólo una cosa tienes que hacer si quieres todavía alcanzar»… una prolongación de la vida: abandona el «sistema» que te lleva a la muerte, centrado obsesivamente en el enriquecimiento material, ciego a los costes ecológicos, y pasa a adoptar un nuevo estilo de vida, un nuevo paradigma, una nueva forma de mirar al planeta, comprendiendo que eres Tierra y dependes de ella, y que en vez de vivir de espaldas a ella y en guerra contra ella, debes vivir en amistad y en relación cariñosa y simbiótica con ella.
Se ha dicho muy frecuentemente en los últimos tiempos que el cristianismo tenía, ha tenido un «punto ciego» en el aspecto ecológico, que todo nuestro patrimonio simbólico de los tres grandes monoteísmos está construido no sólo «de espaldas a la naturaleza» (nos consideramos no naturales sino sobrenaturales), sino en buena parte «contra la naturaleza», como sus dueños y dominadores, por derecho divino incluso… Afortunadamente, la encíclica del Papa Francisco, de este año, Laudato sii’, acaba de dar un buen paso en sentido contrario. No podemos borrar nuestra historia pasada, ni nuestra realidad actual, pero al menos acabamos de dar un primer signo de conversión desde la cúpula misma de la institución. Como dice la encíclica, no se trata solo de cuidar la naturaleza, sino de toda otra forma de pensar, una nueva cultura, una revolución mental.
Y también una revolución teológica: la de dejar de pensar que la ecología no tiene que ver con la vida cristiana, ni con la vida espiritual… y pasar a pensar que respetar la vida, cultivarla, reverenciarla, sentirla como nuestra placenta, nuestro hogar, nuestra hermana madre Tierra… tiene que formar parte, por derecho propio, del hecho de ser cristiano, como forma parte del hecho de ser ser humano.
Sabiduría es seguir a Jesús
La solidaridad es lo sensato
El joven Salomón a pesar de ser un noble tuvo que pedir sabiduría a Dios para gobernar a su pueblo. La sabiduría del seguimiento a YHWH en su palabra es el mejor aval para ser buen gobernante. “Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí un espíritu de “sabiduría… en su comparación tuve en nada la riqueza… todos los bienes juntos me vinieron con ella, aunque había en mis manos riquezas incontables… junto a ella la plata vale lo que el barro…” (Primera lectura). Esta era una advertencia a los hebreos de Alejandría frente al riesgo de los dioses egipcios. La sabiduría como seguimiento es lo que permite “calcular los años para adquirir un corazón sensato; sácianos por la mañana con tu misericordia para cantar con gozo y alegraremos todos nuestros días” (Sal 89).
Seguimiento y solidaridad
En el Nuevo testamento Jesús, la cruz, tiene la palabra de sensatez por la solidaridad. Toda experiencia de servicio y acompañamiento de los pobres es una experiencia de cruz, de seguimiento de Jesús. Quien se arrodilla ante quien venció la muerte y resucitó reconoce que es un Maestro bueno porque puede dar la vida eterna. Pedir la vida eterna supone la fe en la resurrección de los muertos por apego a las riquezas.
Precisamente, el joven rico, no le preguntó a Jesús por el seguimiento, sino por la vida eterna: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Aceptar que “solo Dios es bueno” es sentir en el interior que hay algo de Dios que va más allá de nuestros deseos. El joven rico, conociendo los mandamientos y cumpliéndolos, no logra ser feliz; es un angustiado por querer “poseer” la vida eterna desde su propio esfuerzo. En la lista que Jesús le da para poseer la vida eterna no está Dios, pero sí las obligaciones con los demás: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes; honrarás a tu padre y a tu madre” (evangelio) “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes” (Mt 6,31).
La vida eterna es la solidaridad
Parece que hubiera sido un hombre piadoso desde joven pero sin llegar a la adultez de la fe: “Todo esto lo he cumplido desde muy joven”. Para Jesús “vida eterna” depende de la postura ante las riquezas. “La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón”. (Segunda lectura). “Solo una cosa te falta: ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres” (evangelio).
Ante esta propuesta el joven siente que no es capaz y prefiere alejarse triste. Vender lo que tenía y compartirlo con los pobres no era un fin, sino la condición para seguir a Jesús. Por tres veces consecutivas Jesús toma la palabra para decir lo difícil que es a un rico (v23) y a todos (v24), entrar al Reino no como esfuerzo sino como don. (v27).
La confianza en lugar equivocado
Los ricos se fían en su propia razón que es económica, en su virtud, en su poder, en su influencia, pretendiendo saber qué es la vida. No tienen conciencia de sus faltas, siempre encuentras las razones para explicar sus limitaciones de cualquier orden. Todo depende de ellos por eso se les debe siempre obedecer.
La pobreza, como la concibe Jesús, tiene en sí misma una recompensa: abrirse a un mundo más simple que prevé para el creyente la felicidad, la seguridad y el encuentro con un Dios que nos da el ciento por uno, casa, familia, riquezas y felicidad. “Quien hace la voluntad de mi Padre, es mi hermano, mi hermana y mi madre” (3,35). Así la tierra misma se va convirtiendo en Reino de Dios.
Jesús concluye con una sentencia contundente, acentuada con la hipérbole del camello: “¡qué difícil les es a los ricos entrar en el Reino de Dios! No pueden servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Como siempre, el problema no está en el dinero, sino en el apego, en la identificación con él. El ego no puede pensar en “cómo heredar la vida eterna”, porque el egoísmo puede hacernos “religiosos”, cumplidores y hasta piadosos, pero no creyentes “para heredar la vida eterna” por desapropiación del egoísmo, el mérito o la recompensa; pero lo que es imposible desde el egoísmo es posible para Dios desde la solidaridad. De ello da razón la paradoja del camello y la aguja ante las promesas de Dios. Quizás esto fue lo que pensó el joven rico sin caer en la cuenta de que la mejor riqueza era despojarse por seguir a Jesucristo en la solidaridad con los pobres.
El “¿quién puede salvarse?” de los discípulos es un paralelo a poseer la vida eterna, del joven rico, solo que ahora presupone la experiencia del rechazo del seguimiento a Jesús en la solidaridad con los pobres; en nosotros ese presupuesto es la peor experiencia de la religión en relación a la fe, querer salvarnos sin los pobres.
Una cosa nos falta: el cambio fundamental
(José Antonio Pagola)
Una cosa te falta…
El episodio está narrado con intensidad especial. Jesús se pone en camino hacia Jerusalén, pero antes de que se aleje de aquel lugar, llega “corriendo” un desconocido que “cae de rodillas” ante él para retenerlo. Necesita urgentemente a Jesús. No es un enfermo que pide curación. No es un leproso que, desde el suelo, implora compasión. Su petición es de otro orden. Lo que él busca en aquel maestro bueno es luz para orientar su vida: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?». No es una
cuestión teórica, sino existencial. No habla en general; quiere saber qué ha de hacer él personalmente.
Antes que nada, Jesús le recuerda que «no hay nadie bueno más que Dios». Antes de plantearnos qué hay que “hacer”, hemos de saber que vivimos ante un Dios. Bueno como nadie: en su bondad insondable hemos de apoyar nuestra vida. Luego, le recuerda «los mandamientos» de ese Dios Bueno. Según la tradición bíblica, ése es el camino para la vida eterna.
La respuesta del hombre es admirable. Todo eso lo ha cumplido desde pequeño, pero siente dentro de sí una aspiración más honda. Está buscando algo más. «Jesús se le queda mirando con cariño». Su mirada está ya expresando la relación personal e intensa que quiere establecer con él.
Jesús entiende muy bien su insatisfacción: «una cosa te falta». Siguiendo esa lógica de «hacer» lo mandado para «poseer» la vida eterna, aunque viva de manera intachable, no quedará plenamente satisfecho. En el ser humano hay una aspiración más profunda.
Por eso, Jesús le invita a orientar su vida desde una lógica nueva. Lo primero es no vivir agarrado a sus posesiones, «vende lo que tienes». Lo segundo, ayudar a los pobres, «dales tu dinero». Por último, «ven y sígueme». Los dos podrán recorrer juntos el camino hacia el reino de Dios.
El hombre se levanta y se aleja de Jesús. Olvida su mirada cariñosa y se va triste. Sabe que nunca podrá conocer la alegría y la libertad de quienes siguen a Jesús. Marcos nos explica que «era muy rico».
•¿No es ésta nuestra experiencia de cristianos satisfechos?
•¿No vivimos atrapados por el bienestar material?
•¿No le falta a nuestra religión el amor práctico a los pobres?
•¿No nos falta la alegría y libertad de los seguidores de Jesús?
El cambio fundamental
El cambio fundamental al que nos llama Jesús es claro. Dejar de ser unos egoístas que ven a los demás en función de sus propios intereses para atrevemos a iniciar una vida más fraterna y solidaria. Por eso, a un hombre rico que observa fielmente todos los preceptos de la ley, pero que vive encerrado en su propia riqueza, le falta algo esencial para ser discípulo suyo: compartir lo que tiene con los necesitados.
Hay algo muy claro en el evangelio de Jesús. La vida no se nos ha dado para hacer dinero, para tener éxito o para lograr un bienestar personal, sino para hacernos hermanos. Si pudiéramos ver el proyecto de Dios con la transparencia con que lo ve Jesús y comprender con una sola mirada el fondo último de la existencia, nos daríamos cuenta de que lo único importante es crear fraternidad. El amor fraterno que nos lleva a compartir lo nuestro con los necesitados es «la única fuerza de crecimiento», lo único que hace avanzar decisivamente a la humanidad hacia su salvación.
El hombre más logrado no es, como a veces se piensa, aquel que consigue acumular más cantidad de dinero, sino quien sabe convivir mejor y de manera más fraterna. Por eso, cuando alguien renuncia poco a poco a la fraternidad y se va encerrando en sus propias riquezas e intereses, sin resolver el problema del amor, termina fracasando como hombre.
Aunque viva observando fielmente unas normas de conducta religiosa, al encontrarse con el evangelio descubrirá que en su vida no hay verdadera alegría, y se alejará del mensaje de Jesús con la misma tristeza que aquel hombre que «se marchó triste porque era muy rico».
Con frecuencia, los cristianos nos instalamos cómodamente en nuestra religión, sin reaccionar ante la llamada del evangelio y sin buscar ningún cambio decisivo en nuestra vida. Hemos «rebajado» el evangelio acomodándolo a nuestros intereses. Pero ya esa religión no puede ser fuente de alegría. Nos deja tristes y sin consuelo verdadero.
Ante el evangelio nos hemos de preguntar sinceramente si nuestra manera de ganar y de gastar el dinero es la propia de quien sabe compartir o la de quien busca solo acumular. Si no sabemos dar de lo nuestro al necesitado, algo esencial nos falta para vivir con alegría cristiana.