En nuestro camino nos vemos rodeados de muchas formas de sacerdocio, unos más pastorales, otros más académicos, unos más sociales, otros más contemplativos. ¿Cuál es la mejor? No sabría responder, sin embargo lo que si puedo estar seguro es que la peor forma de ser sacerdote es vivir el ministerio tibiamente. La tibieza no sólo constituye una forma de fracaso sacerdotal sino que es el mayor peligro del cristianismo. Por eso es que el Señor es tan directo en el reproche que dirige contra la Iglesia de Laodicea y en ella a la Iglesia de todos los tiempos.
Laodicea era una ciudadela en cuyo territorio brotaban aguas termales. Era una población muy próspera. La fabricación de tejidos y lanas negras, y sobre todo el desarrollo de un colirio para curar la ceguera, hacían de ella un atractivo para los comerciantes y una potencia económica. En el año 61 d.C. un terremoto destruyó la ciudad, sin embargo tenían tantas riquezas, y tanto orgullo, que sus habitantes la reconstruyeron solos rechazando la ayuda de Roma.
En cuanto a la Iglesia de Laodicea, era una comunidad que el afán del dinero y las cosas temporales la habían vuelto tibia. Habían caído en la peor de las trampas del enemigo, y es por esto que el llamado de atención de parte del Señor es fuerte: Los vomitaré de mi boca. Esta imagen, era comprensible en aquel tiempo, pues las aguas termales cuando perdían temperatura no se podían beber ya que generaban naúseas. De hecho los médicos, usaban el agua tibia para inducir el vómito en quienes se intoxicaban.
Laodicea por su tibieza no genera en Dios ni siquiera lágrimas, sino vómito. Lo desagradable de esta metáfora indica la gravedad de la tibieza en el seguimiento de Jesús. Y es que esta actitud es mucho más peligrosa que la apatía o el rechazo directo a la fe, por que a diferencia de éstas, la tibieza crea la falsa seguridad de que se esta bien, de que no es necesaria la conversión, de que se está agradando al Señor, cuando realmente no es así. Por esto mismo, trayéndolo al hoy de nuestra Iglesia, se puede decir que el lado menos escandaloso del fracaso sacerdotal es la mediocridad. No genera críticas de los medios de comunicación, ni crea una mala reputación entre la gente, pero hace del sacerdocio un ministerio estéril que se hunde en el sinsentido de haber rechazado la grandeza de la vocación laical por un sacerdocio a medias.
Hemos escuchado en nuestra cultura occidental, que la virtud está en el medio, pero en cierto sentido esto no es así. La tibieza está en el medio, y en el medio sólo está la mediocridad. La mediocridad de quien se conforma con sus situación y la de los demás, la mediocridad de quien sólo hace las cosas por cumplir, la mediocridad de quien no deja que se le complique maravillosamente la vida, dándolo todo por los demás. La mediocridad de quien, como decía el Santo cura de Ars (cfr. Sermon sobre la Tibieza) tiene fe, pero sin celo, tiene esperanza pero sin firmeza y tiene caridad, pero sin ardor.
Dios no nos quiere tibios, está muy claro. Pero ¿cuál es la calidez a la que nos llama el Señor? La santidad. Nosotros no estamos para ser “buenos cristianos”, o “buenos sacerdotes”, estamos para ser santos. Ser como Jesús, esa es nuestra meta. Pero en este punto es necesario aclarar que la santidad no es perfección moral sino lucha, o como lo diría Juan Pablo II (Congreso de universitarios católicos 83. OR 17.04.1983. 11-12) “La vida cristiana no es impecabilidad, es una lucha por no ceder y por volverse a levantar después de que se ha cedido” Cuando cambiamos esa concepción la santidad no se vuelve una ideal inalcanzable sino una conquista de cada día en la que Dios vence en mí. Por esta razón, es que el Papa Francisco (Cfr. Gaudete et Exultate 163) nos advierte con insistencia lo riesgoso que es para un cristiano en esa lucha por la santidad, el quedarse en un punto muerto, el conformarse con poco, el dejar de soñar con ofrecerle al Señor una entrega más bella, o el caer en un espíritu de derrota.
Quisiera terminar refiriendo una anécdota que sucedió en la facultad de medicina de una universidad. Del grupo estudiantes, sólo uno ganó el examen final de una materia. El profesor un poco molesto pero también preocupado decidió dar otra oportunidad y entonces dejó una hoja para que apuntaran su nombre quienes deseaban repetir el examen. Los estudiantes al apuntar su nombre, descubrieron que el primero en la lista era José Gregorio Hernández y fueron a reprocharle pues el había sido el único que había pasado el examen y casi a la perfección. José Gregorio, quien después sería un gran médico venezolano declarado Siervo de Dios, contestó “ Yo no perdí el examen, perdí una pregunta. Pero por esa pregunta se me puede morir un paciente”.
Si el estudio de la medicina representa la vida y la salud de muchos pacientes, cuanto más la formación del Seminario repercute en la salvación y la plenitud de muchas personas. La grandeza de nuestra misión debe ser proporcional a la grandeza de nuestra respuesta. Por eso en cada momento y circunstancia concreta de nuestra vida debemos dar lo mejor de nosotros, por que cuando nos complicamos por los demás y por hacer las cosas bien, ya no le causamos a Dios vómito, sino una sonrisa.
Walter Julián Santana Sanabria.
II de Teología