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Optamos por el Dios de la libertad y la justicia. Domingo XXII – Tiempo Ordinario B

Por el P. Behitman A. Céspedes De los Ríos (Diócesis de Pereira), con el apoyo del P. Emilio Betancur M. (Arquidiócesis de Medellín).Cf. También Servicio Bíblico Latinoamericano.

Es antigua la tentación de considerar que lo esencial de una religión está en el cumplimiento de formalidades rituales, y no en la asunción de sus principios vitales. También esta tentación acompañó al «pueblo de Dios» de Israel -como a muchos otros «Pueblos de Dios»-, desde tiempos inmemoriales.
Hoy, si alguna persona se atreve a cuestionar, aunque sea indirectamente, ciertos lastres históricos y a proponer alternativas coherentes con el evangelio, en poco tiempo es tachada de «desviarse de la auténtica doctrina». Sin embargo, como nos recuerda el Salmo, no son los muchos ornamentos ni el boato de las celebraciones lo que nos eleva a Dios, sino la justicia, la honestidad, la recta intención y el respeto. Anunciar la justicia y vivirla en el día a día constituye la exigencia fundamental de las Escrituras judeocristianas –y en esto coinciden con tantas otras Escrituras-. Los rituales, las prescripciones, las ceremonias… nos pueden ayudar a continuar por el camino de Dios, pero no pueden sustituirlo. Por esta razón, la exhortación que Moisés dirige a su pueblo se centra en la necesidad que tiene el pueblo de Dios de hacer una clara opción por el Dios de la libertad y de la justicia que los ha sacado de Egipto. De lo contrario, el sueño de la «tierra prometida» se puede convertir en una cruel pesadilla.
Los primeros cristianos experimentaron en carne propia la amenaza del formalismo y el ritualismo. Después de un tiempo de dedicación y fervor por la misión, los ánimos comenzaron a ceder y la comunidad se vio rápidamente atraída por las relaciones puramente funcionales y formales. De este modo se perdía la fraternidad que les daba identidad y coherencia.
La carta de Santiago nos pone en guardia contra una religión que no encarne los valores del Evangelio. La palabra escuchada en la Sagrada Escritura debe ser discernida según el Espíritu para vivirla dócilmente en la vida cotidiana. El cristianismo no es una formalidad social que cumplir, ni un ritual más en las prácticas piadosas de una cultura. El cristianismo se manifiesta como una opción vital que requiere del compromiso íntegro de la persona. La comunidad de creyentes es el espacio ideal para que la persona realice su opción y viva, en compañía de otros hermanos y hermanas, el llamado de Jesús.
Aunque el libro del Deuteronomio que Jesús sigue muy de cerca propone como religión una serie de principios éticos orientados a crear lazos de solidaridad, equidad y justicia, sin embargo, el judaísmo del primer siglo estaba más inclinado a valorar las formalidades. Lavarse o no lavarse las manos antes de ingerir alimentos había pasado de ser una norma elemental de higiene a convertirse en una norma que decidía quién era religioso y quién era un pecador. La tentación de canonizar los objetos, los rituales, los espacios y el tiempo le pueden hacer olvidar a la persona piadosa que la esencia de su relación con Dios no está en los protocolos culturales, sino en el respeto, la compasión y la misericordia.
Jesús nos invita a redescubrir la esencia del cristianismo en nuestra opción por construir la Utopía de Dios -lo que él llamaba en arameo «Malkuta Yavé», Reino de Dios- y por vivir de acuerdo con los principios del evangelio. Todas nuestras normas y protocolos están al servicio de una auténtica vivencia de sus enseñanzas. Nosotros no debemos renunciar a una vida auténtica y creativa para seguirlo a él. Todo lo contrario. Debemos recrear aquí y ahora toda la novedad de su profecía y toda la radicalidad de su amor incondicional por los excluidos.
Conectado con todo este tema está aquel otro de «la letra y el espíritu»: la letra es el detalle de lo mandado, la prescripción, el rito, la acción concreta, la «verdad superficial» (Niels Bohr)… El espíritu es el sentido con el que ha sido concebida aquella práctica concreta, y la vivencia con la que debe ser vivida, la «verdad profunda» (Bohr). Por eso se dice que la letra (se entiende: la sola letra, o la letra sin espíritu, la verdad superficial) mata, mientras que el espíritu vivifica. La letra es medio, mientras que el espíritu es un fin. Éste puede darse aun sin aquélla, al margen o incluso «en contra» de ella: en efecto hay veces que, en circunstancias muy especiales, el espíritu de una ley o de una práctica ritual puede exigir hacer en aquella situación, «precisamente lo contrario» de lo que la letra prescribe. Esa flexibilidad, esa «libertad de espíritu» se exige a los cristianos, como a todo ser humano adulto y maduro.