MIÉRCOLES 25 DE JULIO: SANTIAGO, APÓSTOL
Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano mayor del apóstol y evangelista Juan, aparece como seguidor de Jesús desde el comienzo de la predicación de este Jesús, Señor. Los dos hermanos se encontraban a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús “los llamó”. La respuesta fue inmediata y total: “Ellos, dejando a su padre y la barca, lo siguieron”. Esta actitud nos revela su carácter fuerte y ardiente, que les mereció de Jesús el apelativo, entre alabanza y reproche, de “hijos del trueno”. Después de Pentecostés, cuando del cielo bajó no el fuego destructor, sino el fuego vivificador del amor, Santiago como los demás apóstoles fue víctima de la persecución por parte de las autoridades judías: fue encarcelado y flagelado. Hubo una segunda persecución, de la que fue víctima san Esteban, y después una tercera, más cruel que las anteriores, por orden del Herodes Agripa “para complacer a los judíos”.
Este Herodes, para no ser menos que su tío, el asesino del Bautista, y que el abuelo, llamado Herodes el Grande, que trató de matar al Jesús recién nacido, por un simple cálculo político, durante las fiestas pascuales del 42, “se dedicó a perseguir a algunos miembros de la Iglesia; hizo matar a espada a Santiago, hermano de Juan, y, sabiendo que hacía cosa agradable a los judíos, mandó a arrestar a Pedro. El martirio de Santiago que se puede certificar en la fiesta de la Pascua del año 44 en Jerusalén cuando Herodes Agripa lo hizo decapitar. Actualmente en Santiago de Compostela, se celebra una gran fiesta en honor de uno de los pilares de la Iglesia. La Iglesia se viste de rojo para conmemorar el traslado de las reliquias del Apóstol Santiago a esta ciudad en Galicia (España). Refuerza esta tradición la afirmación del obispo Teodomiro de Iria en el siglo IX, según la cual él encontró las reliquias del Apóstol Santiago y desde ese tiempo Iria, que tomó luego el nombre de Compostela, se convirtió en meta de todos los peregrinos de Europa. El Papa León XIII en 1884 declaró la autenticidad de sus reliquias.
Digamos que es propio de quien es Apóstol, de quien se compromete realmente con predicar por su discurso y su vida la Palabra de Dios, pasarla mal, vivir dentro de los límites apenas estrechos de la existencia cotidiana: luchar realmente para que crezca la fe en sí mismo y en los demás. El verdadero predicador, el auténtico testigo de la Palabra del Señor tiene muy pocas aspiraciones para sí mismo y tiene sólo la Cruz, muerte y sufrimiento como recompensa por su preocupación y su trabajo. Porque predicar el Evangelio no es una tarea fácil, siempre habrá la resistencia resultante de la inestabilidad que produce en la propia persona el hecho de no saber sí lo que predicamos será bien aceptado o no. Lo dice claramente san Pablo en la 2ª a los Cor que hemos leído: “nuestra vida es un continuo estar expuestos a la muerte por causa de Jesús”.
El texto señala además cuál es la verdadera recompensa de ser predicador del Evangelio, aunque por ahora nos interesa reflexionar sobre cuál es el auténtico sentido que tiene nuestra participación dentro del Reino, que no es el poder sino el servicio. La recompensa, según la carta a los Cor es que “también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”. Pero de todas maneras es claro cuál es el verdadero espíritu con el que nosotros abrazamos la causa del Evangelio: no es esperar nada a cambio, antes, por el contrario, esperar sufrimiento. Por eso resulta del todo contradictoria la solicitud que precisamente la madre de Santiago le hace a Jesús, cuando le dice: “Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino”, mostrando una preocupación en cierta medida normal por el lugar de poder que todos aspiramos a tener en la comunidad. Los demás apóstoles se indignan y se molestan por esta petición de los hijos del Zebedeo.
Jesús responde con calma: “no saben ustedes lo que piden, y a renglón seguido, les hace la pregunta que tenía que hacerles: “¿podrán beber el cáliz que yo he de beber?”. Y ellos contestan olímpicamente que sí. Porque beber ese cáliz es ser pequeño, es no ser importante, es ser secundario. El primer lugar lo ocupa el Evangelio. El cáliz de la amargura es mandar a través del servicio y no buscar los primeros puestos, porque los primeros puestos son para aquellos que se ponen al servicio de los demás. Queremos ser grandes e importantes. Jesús le ha dado la vuelta total al argumento: “el que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo”. Seguir a Jesús exige, por consiguiente, gran humildad de nuestra parte. A partir del bautismo hemos sido llamados a ser testigos suyos para transformar el mundo. Pero esta transformación sólo la lograremos si somos capaces de ser servidores de los demás, con un espíritu de gran generosidad y entrega, pero siempre llenos de gozo por estar siguiendo y haciendo presente al Maestro.
P. Joaquín Eduardo Cortés, PSS.
Rector del Seminario.