Dicen que cuando uno conoce a una persona, es muy importante la primera impresión. Pues la primera impresión que todo ser humano se lleva ante Dios es su santidad. Esta característica en Isaías es manifestada en el humo del templo y la majestuosidad de los serafines, y en el evangelio es manifestada en la pesca milagrosa después de una noche de trabajo inútil.
Esta primera impresión de Dios genera siempre en nosotros un sentimiento de culpa. Tanto en el llamado del profeta Isaías como en del apóstol Pedro, podemos percibir el sentimiento de culpa ante Dios. ¡ay de mí estoy perdido pues soy un hombre de labios impuros! (Is 6,5) y “Aléjate de mi Señor que soy un pecador” (Lc 5,8).
El sentimiento de culpa es una experiencia profundamente humana. Todos alguna vez hemos sentido que hemos fallado en algo. Sabemos que es lo bueno, pero terminamos haciendo nuevamente el mal, y es ahí cuando viene esa sensación de vergüenza, de sentirse indigno. La Culpa es una realidad natural y profundamente humana. El problema radica en como afrontamos ese sentimiento.
El creyente sabe que no puede obsesionarse con su culpa, hasta volverse escrupuloso. Creer que se es un pecador, “confesarse día de por medio”, y autocondenarse hasta tal punto de caer en la tentación más peligrosa que es dudar del amor de Dios y cansarse de pedirle perdón.
El creyente tampoco puede vivir su vida, reprimiendo ese sentimiento de culpa. No puede sentirse orgulloso diciendo “no tengo nada de que arrepentirme”. Nos dice el papa Francisco que “sin acusarse a sí mismo no se puede caminar en la vida cristiana”. Porque cuando no nos acusamos a nosotros mismos empezamos a juzgar a los demás y a no comprender sus fragilidades.
La Palabra, nos invita hoy, a que siguiendo el ejemplo de Pedro, pongamos nuestras culpas ante Dios. Pedro y los primeros discípulos no sólo estaban cansados por su trabajo, por haber bregado toda la noche intentando pescar, sino que llevaban sobre sus hombros el peso de su pecado. Y es que en nuestra vida lo que nos quita las fuerzas no es solo madrugar o trabajar todo el día en medio del calor, lo que nos cansa es nuestro pecado, el cargar con nuestros errores, con nuestra forma de ser, la lucha por ser mejores.
Jesús nos dice “vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los haré descansar”. Pero para esto es necesario reconocer nuestros pecados, darles nombre, y confiar en la misericordia de un Dios. El Señor no es un Juez implacable que busca ajustar cuentas, sino un padre de amor que nos dice no temas, desde ahora te haré pescador de hombres”
El cristiano que se ha encontrado con Jesús y ha sido perdonado no puede más que dejarlo todo, y seguirlo, buscando que también otros puedan tener esta experiencia. La imagen del pescador que usa el evangelio, es quizá para nuestra cultura un poco incomprensible, pues quien pesca lo hace en provecho propio y causando la muerte de los peces, sin embargo para la época el mar era símbolo de la muerte, por lo que ser pescado significaba ser rescatado. Hoy se podría decir que Dios nos llama a ser salvavidas de nuestros hermanos que sufren por el pecado y el peso de la culpa. Que Dios nos de la gracia de responderle con la prontitud de Isaías “Aquí estoy envíame”
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